Él debió percatarse de que captó mi atención pues, a pesar de que disimulando soy muy buena, no pude evitar que me pillase mirándole de reojo alguna vez. Normalmente soy yo la que juega con estas cosas pero esta vez él tomo la delantera. Debió sentirse muy seguro conmigo, pues nuevamente el siguiente sábado volvió a repetir la misma jugada y me cogió otra vez inadvertida y con las defensas bajadas. Volvió a susurrarme al oído, cuando justo nadie miraba: “Estás preciosa con ese jersey negro, me gustas muchísimo”. Y, de nuevo, no supe reaccionar a tiempo porque él ya se alejaba tranquilamente como si no hubiese dicho nada.
El desencadenante fue el tercer sábado. Aunque de lunes a viernes francamente no pensaba en esto, he de reconocer que ese tercer sábado estuve muy desconcertada y nerviosa por si lo volvía a repetir. Venía concienciada que esta vez sí que le iba a responder y a plantarle cara. No iba a tolerar más tonterías de susurros e indiferencias. Y probablemente lo hubiera hecho si no me hubiese soltado algo tan inesperado y brutal que me quedó totalmente bloqueada y aturdida. Fue tan rápido como las demás veces, se acercó y me susurró: “Estás buenísima con esa camisa a rayas y ese chaleco negro, me encantaría desabrocharte ese chaleco y acariciarte hasta conseguir que tus pezones se empitonen como nunca los habrás tenido en tu vida”.
No sé porque no reaccioné ante semejante barbaridad. Me quedé paralizada, absorta y como atontada. No me esperaba algo tan brutal y que me dijera esas cosas tan fuertes. Se me bloqueó la mente y, no solo no le dije nada, sino que estuve todo el resto de la noche atolondrada y muy distraída. Esa era justo la palabra: distraída. Estaba sumamente distraída hundida en mis pensamientos y no me quitaba de la cabeza esa frase que tanto me conmocionó. Esa noche no fui yo en ningún momento. No conseguí centrarme en ninguna conversación ni disfrutar la noche. Me dejó totalmente fuera de combate y solo con los malditos y dichosos susurros de esos tres sábados.
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