Tarde días en darme cuenta de la realidad, o de la posible realidad, ¿no habría sido su comportamiento así de tibio y simplón conmigo para darme a entender que yo no le importaba nada y que le soy indiferente a más no poder? ¿No habría querido seguir así potenciando el juego de la indiferencia mutua y del desinterés visible del uno por el otro? ¿No era todo esto nada más que una vuelta de tuerca a ver quién tenía más orgullo? La respuesta a todas estas preguntas era afirmativa, pero lo que más rabia me dio que fuese yo, y no él, la agraviada. De todos modos, en mi fuero interno, me sentí complacida, porque él me había metido un gol, pero yo ya antes le había metido dos goles. Y esta guerra psicológica y de orgullos heridos no acababa más que empezar.
Y el detonante de esta orgullosa guerra psicológica se iba a producir antes de lo previsto, pues de forma totalmente inesperada por todos, y en particular por mí, Edu le pidió salir a mi amiga Sara y ella aceptó. Desde cierto punto de vista tampoco era tan incoherente, pues llevábamos años ya saliendo todos en pandilla y a esas edades empezaban a formarse las primeras parejas, aunque solo fuera para tontear sin pasar a mucho más. Mi reacción no pudo ser más inmediata, Sara y Edu empezaron a salir un sábado y el sábado siguiente yo empecé a salir con Dani.
Dani llevaba desde tiempo inmemoriales rondándome, siempre había estado enamorado de mí y varias veces intentó que fuésemos algo más que amigos. Huelga decir que siempre le di calabazas, y no porque fuese mal chaval, al contrario es posiblemente la mejor persona que he conocido en mi vida, pero eso es su principal defecto, que era tan buenito, correcto, honesto, educado, íntegro, generoso y complaciente que me exasperaba. Se podría decir que es el yerno perfecto, pero el novio más imperfecto, al menos para esas edades de los 16 años donde la rebeldía era nuestra forma de expresarnos.
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