En este periodo de confusión y alborozamiento adolescente fue cuando tomé una de las malas decisiones que se suelen tomar cuando se tienen las hormonas revolucionadas. Fue justo el sábado antes de que cumpliera los 16 años, la famosa noche de los tequilas. Nunca antes habíamos tomado tequilas nadie de la pandilla, pero por consenso de todos decidimos irlos a probar a un bar que conocíamos. No creo que la culpa fuese de los chupitos de tequila, al fin y al cabo yo solo me tomé dos, sino por haber bebido antes unas cervezas que con la mezcla de dichos chupitos produjeron un cocktail mortal en todos.
El hecho es que en ese estado de embriaguez etílica me sentí profundamente sentimental y necesitada, incluso se podría decir que melancólica. La confusión acumulada durante esas semanas no hizo más que agravarse y actué de forma impulsiva e irracional (algo nada habitual en mí). ¿Tan grave fue todo lo que pasó? Pues realmente no. Pero había llevado, hasta ese momento, tan bien todo mi juego de indiferencia, desinterés y frialdad, que lo tiré todo por la borda en solo un instante. Aprovechando que Edu había salido a orinar fuera del bar, yo le seguí discretamente para forzar así un encuentro casual y privado cuando él volviese. Y si fue casual el encuentro, pero no tan satisfactorio todo lo que ocurrió después.
La situación no podía ser más propicia, pues estábamos muy alejados del grupo, ajenos a las miradas o cotilleos de terceros, disponiendo de toda la privacidad del mundo. El problema fue, agudizado por los malditos tequilas y mi bajón emocional, que yo prácticamente me tiré en sus brazos. Francamente soy incapaz de recordar las cosas que le dije pero sí que sirvieron para engrandecerle el ego pues breves segundos después nos estábamos enrollando. Es decir, tantísimo tiempo planificando y disfrutando de este juego cruel de la indiferencia para acabar sucumbiendo en una tonta noche etílica.
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