De forma mucho más nerviosa que antes empezó a acariciar el cuello de mi jersey (llevaba yo esa noche un jersey de cuello alto). Empezó a jugar con el cuello del jersey, lo subía y bajaba, tocándome con tenues caricias mi propio cuello. No puedo negar que cuando me acarició el cuello sentí un escalofrío, pero es que nunca me plantee que llegase a rozar mi piel. Dichas caricias, a pesar de su evidente torpeza, desprendían mucha ternura.
Era realmente paradójica la situación, pues aunque fuese él el que estaba jugando con mi ropa y acariciándome era yo, en cierto modo, la que llevaba el control pues en mi estado de hacerme la dormida podía permanecer tranquila, impasible y relajada, mientras que él era un torrente de nervios y miedos.
Eso sí, la mítica noche acabaría con una sorpresa que francamente ni por un segundo me plantee. Y es que Edu, probablemente haciendo acopio de mucha valentía, pasó repentinamente su mano de forma lenta y pausada durante breves segundos por mis pechos por encima del jersey. Ni siquiera me dio tiempo a reaccionar, pues me quede perpleja y conmocionada porque no me lo esperaba. Es muy probable que si ese momento hubiese durado más entonces hubiese sido el motivo definitivo y detonante para dejar la pantomima de hacerme la dormida.
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