Era inevitable que con el subidón de adrenalina que tendría Edu en ese momento siguiese tentado de seguir jugando con la ropa. Durante breves segundos casi me convenció de que no iba a seguir indagando y jugando, pero todas las dudas se desvanecieron cuando note como empezó a acariciar mi jersey. Sí, ese jersey que unas horas antes había piropeado y el causante de que me atreviese de nuevo a repetir la misma actuación de borracha adormilada acaecida 10 meses antes.
La delicadeza de sus manos alcanzaron su máximo exponente mientras jugaba con mi jersey. A través de dichas manos manifestaba mucha sensibilidad ya fuese acariciando el jersey por todas partes. Haciendo círculos con sus dedos o simplemente recorriéndolo de un extremo a otro, por las mangas, por mi pecho o por mi estomago. Yo sentía verdaderos escalofríos por el roce de esas caricias y empecé a ponerme muy nerviosa.
Dicho nerviosismo iba a aumentar considerablemente, pues sin darme tiempo a asimilar todas esas sensaciones y experiencias, Edu forzó más la situación y, de forma espontánea y natural, empezó a levantarme un poco el jersey. Lo hizo con mucho tacto, con cuidado, casi diría que con mimo. No fue un acto de atracción sexual, sino simplemente el acto de querer seguir a su instinto juguetón. Mi intranquilidad alcanzó cotas muy altas cuando empezó a acariciarme por encima de la camisa.
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