Como suele pasar en este estado de atolondramiento en el que estaba no pude nunca saber cuánto tiempo trascurrió con esas caricias, pues a mí se me hicieron eternas cada una de ellas. El gran estremecimiento llegó cuando noté que sus manos pasaron sutilmente de mi cara a mi cuello. Apenas me rozaba. Apenas me tocaba. Pero el pasar tímido de sus dedos sobre mi cuello me produjo una gran agitación y vibración interna. Por un lado quería que siguiera rozándome el cuello con sus dedos, pero por otro lado no lo deseaba pues era tal la perturbación que acabaría delatándome y revelar que estaba despierta. Afortunadamente fui fuerte y aguanté. Hice bien, muy bien.
Edu jugaba con las caricias de forma ilusionada con mi cuello, casi de manera infantil e inocente. En un momento dado noté como empezó a jugar con el cuello de mi camisa. El cuello de mi camisa apenas sobresalía de mi jersey y el fue sacándolo poco a poco, jugando con él, tocándolo como si fuese algo fetichista hasta conseguir sacar casi por completo el cuello de mi camisa por fuera del jersey. Yo disfrutaba en todo momento, ya fuese por comprobar como le gustaba jugar con mi ropa o simplemente por la evidente timidez de sus actos.
Lo verdaderamente importante es que, este juego tonto y pueril con el cuello de mi camisa, parece que le infundó valor porque seguidamente siguió jugando con mi ropa. Al principio tímidamente solo recorría con sus dedos mis brazos, desde el hombro hasta mis manos, repitió este recorrido varias veces, y todas ellas de forma sutil, retraída y delicada. De repente, paró su mano junto a la mía. Empezó a acariciarla con una dulzura impensable en Edu, al menos en el Edu que todos conocíamos. A mi me encantaron y fascinaron esas caricias.
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