Mucho habíamos madurado en esos 10 meses. Yo, a mis 15 años, me creía ya toda una mujer madura y él, a sus 16, también había cambiado mucho en todos los aspectos. Y nuevamente una fiesta, como no en mi piso, iba a detonar todo lo que se había ido acumulando en esos 10 meses de silencios, renuncios e indiferencias.
Lo curioso es que, a pesar de volver llevar a cabo una fiesta en mi piso de nuevo un fin de semana que me quedé sola en casa, no me plantee nada que pudiera surgir con Edu. Yo ya me sentía realizada con el juego de indiferencia y con saber la pasión que escondía en su interior por mí. ¿Qué era algo estúpido y absurdo nuestro comportamiento mutuo? Pues sí, pero el orgullo suele nublar por lo general todo raciocinio aunque las hormonas adolescentes estén ebullición sin cesar.
Poco podría especificar de lo acontecido en aquella segunda fiesta que se caracterizó por muchas risas, bailes, canciones y una considerable dosis de alcohol. Y, como era habitual y previsible, Edu y yo no intercambiamos ninguna mirada ni palabra, tan solo hubo un leve comentario: en determinado momento pasó a mi lado y me medio susurró al oído: “bonito jersey” y siguió su camino sin darme tiempo a responderle.
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